El estrés no solo afecta nuestro estado de ánimo o energía diaria; también puede alterar profundamente nuestra relación con la comida. Desde dolores de cabeza e insomnio hasta molestias digestivas, esta respuesta del organismo puede llevar tanto a comer en exceso como a perder por completo el apetito, un comportamiento que con frecuencia pasa desapercibido hasta que ya se ha instalado en la rutina.
El vínculo entre la tensión emocional y el apetito
Cuando una persona enfrenta situaciones que percibe como abrumadoras, el cuerpo activa un mecanismo biológico encabezado por el hipotálamo, una pequeña región del cerebro responsable de regular funciones esenciales. Según especialistas en salud mental, este sistema funciona como una alarma que desencadena la liberación de hormonas del estrés —entre ellas la adrenalina y el cortisol— las cuales elevan la presión arterial y aceleran el ritmo cardíaco.
Este impulso hormonal puede resultar beneficioso en momentos puntuales, como cuando se necesita reaccionar rápidamente ante un peligro o cumplir con una exigencia inmediata. Sin embargo, si la tensión se mantiene en el tiempo y se vuelve crónica, sus efectos pueden ser contraproducentes. Presiones constantes en el trabajo, problemas económicos o conflictos personales pueden mantener activo el sistema de alerta, agotando al organismo.
A la larga, este tipo de estrés sostenido no solo afecta el sueño y el estado emocional, sino que también puede influir en cambios de peso. La exposición prolongada al cortisol está asociada con un aumento de la ingesta calórica en algunas personas, mientras que en otras produce una disminución del apetito. Comprender estas reacciones permite buscar apoyo profesional y adoptar estrategias para gestionar mejor la tensión cotidiana.


